“…Hablar en plazas públicas era algo que no había hecho
nunca, antes de la Plaza San Martín. Y es algo para lo cual haber dado clases y
conferencias no sirve o, más bien, perjudica. En el Perú la oratoria se ha
quedado en la etapa romántica. El político sube al estrado a seducir,
adormecer, arrullar. Su música importa más que sus ideas, sus gestos más que
los conceptos. La forma hace y deshace el contenido de sus palabras. El buen
orador puede no decir absolutamente nada, pero debe decirlo bien. Que suene y
luzca, es lo que importa.
La lógica, el orden racional, la coherencia, la conciencia
crítica de lo que está diciendo son un estorbo para lograr aquel efecto, que se
consigue sobre todo con las imágenes y metáforas impresionistas, latiguillos,
figuras y desplantes. El buen orador político latinoamericano está más cerca de
un torero o de un cantante de rock que el de un conferencista o un profesor: su
comunicación con el público pasa por el instinto, la emoción, el sentimiento,
antes que por la inteligencia.
Michel Leiris comparó el arte de escribir con una
tauromaquia, bella alegoría para expresar el riesgo que debería estar dispuesto
a correr el poeta o el prosista a la hora de enfrentarse a la página en blanco.
Pero la imagen conviene todavía mejor al político que, desde lo alto de unas
tablas, un balcón o el atrio de una iglesia, encara a una multitud
enfervorizada. Lo que tiene al frente es algo tan rotundo como un toro de
lidia, temible y al mismo tiempo tan ingenuo y manejable que puede ser llevado
y traído por él sí sabe mover con destreza el trapo rojo de la entonación y el
ademán.
La noche de la plaza San Martín, me sorprendió descubrir lo
frágil que es la atención de una multitud y su psicología elemental, la facilidad
con que puede pasar de la risa a la cólera, conmoverse, enardecerse, lagrimear,
al unísono con el orador. Y lo difícil que es llegar a la razón de quienes
asisten a un mitin antes que a sus pasiones. Si el lenguaje del político consta
en todas partes de lugares comunes, mucho más donde una costumbre secular lo
mudó en arte encantatorio.
Hice cuanto pude para no perseverar en aquella costumbre y
traté de usar los estrados para promover ideas y divulgar el programa del
Frente, evitando la demagogia y el cliché: Pensaba que esas plazas eran el
sitio ideal para dejar sentado que votar por mí era hacerlo por unas reformas
concretas, a fin de que no hubiera malentendidos sobre lo que pretendía hacer
ni sobre los sacrificios que costaría.
Pero no tuve mucho éxito en ninguna de las dos cosas, porque
los peruanos no votaron por ideas en las elecciones y porque, a pesar de mis
prevenciones, muchas veces note – sobre todo cuando la fatiga me vencía – que,
de pronto, resbalaba también por el latiguillo o el exabrupto para arrancar el
aplauso…”
El pez en el agua, 1993
pp. 172 - 173
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